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martes, 5 de julio de 2016

El payador del tren Belgrano

En el festejo de su quincuagésimo cumpleaños, Fernando contempló los logros de su vida. Su nacimiento tuvo lugar en el viejo barrio de Boulogne, allí donde la estación del ferrocarril Belgrano norte es el centro de la metrópolis. Su crianza fue humilde en demasía; muchas veces debió ayudar a sus padres a pedir limosna en la estación o recitó poemas por unas monedas. Allí descubrió su don de cantautor. Más bien era un payador urbano; recitaba los pormenores que trazaba la rutina, al compás de una guitarra de tres cuerdas que no afinaba ni una nota: el tren retrasado por una protesta gremial; el tren demorado por desperfectos técnicos; hasta cantaba las rutinas de venta que comerciantes ambulantes repetían hasta el cansancio. Muchas veces tuvo que discutir con otros de su oficio, sin duda menos talentosos, pero que ya habían pagado y con creces el derecho de piso en el ferrocarril Belgrano Norte. La más de las veces la indiferencia de los pasajeros atentó contra su oficio. Pero como de vez en cuando, sobre todo en el verano, la multitud ovacionaba su espectáculo, su talento casi innato resurgía aplastando de estupor a todo el público presente. Su payada más conocida - hasta quizá nunca olvidada - fue sobre el negro que tocaba el tambor sin recibir ningún aplauso. Había tanta rima, tanto deleite en la homofonía de las palabras, que ese día Fernando, el payador del tren Belgrano, acuño 20 pesos por vagón.
Un día el payador perdió su magia. Ya no podía recitar, ni siquiera entonar bien; ya no podía improvisar ante los hechos hasta ese momento motivantes, que se sucedían en un continuo a la vera del ferrocarril; ya no podía mirar al negro del tambor y esgrimir rimas burlonas, para el deleite de los pasajeros; su voz había perdido notoriedad y su alma se había apagado.  Algunos viejos limosneros dicen que perdió la voz, presa del despertar puberil; otros dicen que sucumbió a la verguenza frente a la indiferencia de las miradas; otros - la mayoría - dicen que sentó cabeza y maduró; y hay otros a los que ni les importa el payador ni el negro del tambor. Lo cierto es que desde aquel día, el payador del tren Belgrano, colgó las rimas y la canción para siempre y se dedicó a pedir limosna.
Hoy, en su quincuagésimo cumpleaños, el payador venido a menos, reposa en algún banco de la estación Carapachay, mientras transeúntes distraídos lo miran sin mirarlo y continúan con su andar.


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