Siempre creyó que su preparación académica lo acreditaría para todo tipo de pacientes. Neuróticos sobre todo. Habitualmente desplegaba las estrategias de la asociación libre para encarar todo tipo de problemáticas y motivos de consulta: pacientes con trastorno obsesivo compulsivo, histéricas demandantes de amor y reconocimiento y los cada vez más frecuentes fóbicos, con sus temores infundados.
Como siempre, llegó temprano a su consultorio - mucho antes de su primer paciente - para organizar las historias clínicas, prepararse un café bien cargado y fumarse el primer cigarrillo del día. Hacía mucho tiempo que intentaba dejar de fumar, pero no había caso: le encantaba el corte que el tabaco propiciaba para distraer la monotonía del día. Disfrutaba cada pitada y cada bocanada de humo. Tal cosa se había convertido en un ritual inquebrantable.
Mariano llegó quince minutos adelantado. No había manera de hacerle entender a este paciente, diagnosticado como neurótico obsesivo, que la puntualidad no significaba llegar antes de la hora programada. Su ansiedad caracterológica lo llevaba a este comportamiento. Se presentó ese día muy desprolijo; algo que cortaba con sus presentaciones habituales: prolijidad de traje y corbata. Mariano trabajaba en un local de ventas mayoristas, encargado de recepcionar los pedidos. Su carácter obsesivo lo hizo acreedor en numerosas ocasiones del galardón al empleado del mes. Y más de una vez estuvo a punto de convertirse en gerente de sucursal, sino hubiese sido por los habituales ataques de ira que afectaban a sus compañeros y clientes. Es que Mariano no soportaba la desprolijidad en su lugar de trabajo. Tampoco soportaba la desprolijidad de los clientes. Cierta vez profirió todo tipo de improperios y casi arremetió una trompada contra un cliente, por que éste no guardó el ticket correspondiente a su compra cuando iba a retirar el pedido. Este fue el motivo - más ajeno que propio - para llegar al consultorio del Licenciado Pedro Ramiro Irgazábal, psicoanalista.
Irgazábal tomó nota de su insólita desprolijidad y lo anotó como un punto a trabajar durante la sesión.
- Hoy quisiera retomar uno de los puntos de análisis que dejamos en el tintero la sesión anterior - enunció Irgazábal, con una eminencia de teatro - . Me refiero a sus fantasías de asesinato contra sus compañeros, por no responder a su forma de organización.
Fiel a sus aprendizajes, esperó unos instantes a que el paciente desplegará las asociaciones pertinentes tomando ese punto como partida. Sin embargo, esta vez Mariano guardó un silencio demasiado prolongado. Algo poco habitual en sus performances anteriores. Silencio que logró incomodar al Licenciado Irgazábal.
- Mire Pedro - dijo repentinamente Mariano - , la verdad hoy quiero hablar de otra cosa. De algo que me sucedió ayer a la noche, mientras caminaba por mi barrio, volviendo del trabajo.
- Cuénteme - dijo Irgazábal exagerando curiosidad.
- Mientras caminaba como le decía, por la noche, volviendo de mi trabajo, asomó a mi mente cierto pensamiento: ¿ Qué es lo que soy yo para los demás?. Es que la verdad, viéndome en perspectiva, no soy más que un empleado, y muchas veces me creo superior al resto.
- Continúe - dijo el psicoanalista impaciente.
- Ayer dialogando por internet con uno de mis compañeros, él me dijo esto: "no sé por qué crees que sabes más que nosostros, si no estudiás nada y sos un empleado más". Y la verdad tiene razón... no soy nada.
El licenciado Irgazábal estaba habituado a entregarse a sus pensamientos mientras los pacientes le contaban sus penurias. Sólo prestaba atención cuando escuchaba en el relato algo distinto, algo disruptivo al parloteo habitual y mecánico. Tardó mucho tiempo en aprehender este arte. Al principio de su ejercicio profesional tomaba nota de todo, hasta de gestos y ángulos de postura corporal. Incluso imposición de la voz. No recuerda cuándo, pero logró con el correr de la experiencia, escuchar sólo lo importante. Y esto resultaba ser importante. Mariano, habitualmente posicionado en una superioridad frente a los demás, cambió su lugar, su forma de ver el mundo. Esto era lo que Irgazábal intentaba lograr, desde hacía muchos años, mediante el dispositivo psicoanalítico. Tal posición ¿ sólo pudo ser conmovida por las palabras de su compañero a través de internet?. ¿Acaso no valían de nada los años de terapia impartida? . De repente el Licenciado Pedro Irgazábal pensó "soy un inútil.. no soy nada". No lo podía permitir; no podía permitir tal desprestigio e insolencia. Una ira invadió su ser. Pensó "quizá la terapia creó los cimientos para que Mariano pueda escuchar a su compañero". Pero esto no lo consolaba. Comenzó a recordar a otros pacientes, otras evoluciones. Comenzó a reflexionar sobre cuáles habían sido sus reales contribuciones a la recuperación de sus pacientes. Una crisis epistemológica, similar a las crisis de fe que achacan a los religiosos, luego de años de servicio vocacional.
- Mire Mariano - dijo el Licenciado con compostura y propiedad -, lo que usted dice es muy interesante. Pero ¿qué significa "no soy nada"?.
- Significa eso, que no valgo nada - le temblaba la voz - . Da lo mismo que esté vivo o muerto.
- Tranquilo, tranquilo - trató de utilizar una suavidad que ocultara algo de la insolente felicidad que lo invadía-. Hay mucho por trabajar, pero es un buen comienzo reconocerse uno más, ¿no le parece?
- Mire Pedro, tengo 46 años, trabajo en un lugar que no me gusta, vengo a terapia desde hace ya quince años y usted jamás hizo nada para corregir mi forma de pensar. Siempre callado, viendo pasivamente como estaba desperdiciando mi vida. Usted es un hijo de puta. La cantidad de plata que he gastado en esto...
- Tranquilo, se que está enojado, y está teniendo otro ataque de ira. Pero gracias a la terapia, a este trabajo que venimos realizando, usted ahora puede ver otra forma de pensar. Esto requería su tiempo.
Irgazábal trataba de mantener la compostura mientras veía a Mariano levantarse y empezar a caminar de una esquina a otra, recorriendo la habitación a la vera del hermoso diván de cuero italiano.
- ¿A dónde va Mariano?, tome asiento por favor - dijo asustado el Licenciado.
- A ningún lado, estoy pensando nada más - metía y sacaba frenéticamente la mano del bolsillo del pantalón - . Tengo 46 años, si renuncio nadie me va a tomar en ningún lado, no puedo estudiar por que ya estoy viejo, nunca formé familia, por que siempre todas las mujeres me parecieron inferiores a mi intelecto. ¡Qué intelecto carajo! ¡Viejo hijo de puta, cómo no me ayudaste a darme cuenta!
Siguió caminando un buen rato. Irgazábal estaba inquieto sobretodo por los pacientes que venían después de él. Lo aturdía la situación. Pero no sabía ciertamente cómo contenerla. Trataba de recordar sus estudios, pero nada. Quizá Mariano tenía razón y fue víctima de una mala praxis.
- Mire Mariano - dijo Irgazábal tratando de atemperar su tono de voz, entre firmeza y suavidad - , la terapia que hacemos no es directiva, usted debió darse cuenta de su posicionamiento en la vida, recién ahora pudo hacerlo. Lamento que no hayamos podido conmover antes su postura frente al mundo. Pero el objetivo no era que usted cambie de trabajo o estudie, sino atender el motivo de consulta: sus ataques de ira.
-¡Motivo de consulta las pelotas!
Fueron esos ojos enrojecidos y el sonido estridente de su grito lo que hizo que, por primera vez en su vida, el Licenciado Pedro Ramiro Irgazábal se levantara de su sillón, rompiendo el encuadre de la sesión, para enfrentar a su paciente. Se miraron un buen rato en silencio. Uno rememorando y reflexionando sobre aspectos de su vida; el otro rememorando y reflexionando sobre aspectos de su práctica profesional. Ambos rompieron en llanto y se abrazaron, siempre en silencio. Pasó la hora. El timbrazo anunció la llegada del próximo paciente.
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jueves, 28 de julio de 2016
jueves, 14 de julio de 2016
El futuro robado
Mario sentía furia esa mañana. Furia por no poder concretar los proyectos que había soñado y planificado desde su temprana infancia. Desde aquella época proyectaba ser doctor o ingeniero, alguien importante; soñaba con tener dos o tres autos y una hermosa casa; soñaba con una preciosa esposa y tantos hijos como se pudiera, siguiendo las normas del decoro propias de la clase media. Sus padres habían trabajado toda su vida, desde muy pequeños, en distintas fábricas que inauguraban y quebraban pendularmente, como el devenir de la historia económica Argentina. Él también se inició laboralmente en su adolescencia, a los diecisiete años de edad. Comenzó como vendedor en un Mc Donalds y allí quedó.
Hoy a sus treinta años ninguno de sus sueños se hizo realidad. Ni una hermosa casa, ni una preciosa mujer con regordetes niños; sólo una moto pudo comprarse, su único orgullo.
Por supuesto echaba las culpas de su infortunio a la situación económica del país y al gobierno de turno. Y en parte era cierto, ya que nunca en su casa había sobrado un centavo para ir al cine o a comer fuera. Ni siquiera para irse a algún lugar de vacaciones, como el resto de los muchachos. De nada valieron los esfuerzos de sus padres para que él termine sus estudios secundarios y pueda acceder a la anhelada universidad; de nada valieron los esfuerzos de sus profesores y de la escuela media número 16 para que no deserte en sus estudios. Cuando Mario a sus diecisiete años decidió dejar de estudiar para trabajar, en lo único que pensaba es en tener el dinero necesario para salir con sus amigos y divertirse, tener algo que los demás tenían como un derecho.
Esa mañana Mario recordó sus sueños sin poder distinguir en qué momento todo se había estropeado casi en forma irremediable. Recordó las palabras de su padre, "estudiá hijo mío, es lo único que te dará futuro, acá la comida nunca te faltará". Recordó - al mismo tiempo que tomaba el cuchillo y lo escondía en el bolsillo interno de su campera - cuan fútiles habían sido los momentos de diversión con los muchachos, desperdiciando noches enteras en el divague y el entretenimiento vacío de una botella de cerveza, o whisky, o vodka...ya no lo recordaba. Recordó, mientras salía a la calle, cómo esos mismos amigos vacíos y ahora distantes, lo habían traicionado al dejarlo sólo en su desdicha, al formar sus familias con preciosas mujeres e hijos regordetes, mientras él se pudría en un trabajo alienante y pasaba sus ratos de ocio soñando sueños imposibles. "Que país de mierda, un laburante no puede concretar sus proyecto. Se roban todo". Mientras recordaba caminaba. Mientras recordaba merodeaba y observaba a las gentes con sus autos, con sus casas, con sus hijos y sus perros. Merodeaba deseándoles lo peor. ¿Quién podría culparlo?, ¿acaso él había tenido las mismas oportunidades que el resto?. Ciertamente que sí, Mario no podía negarlo, nunca les sobró nada, pero tampoco habían faltado los insumos básicos y necesarios para la proyección de un devenir mínimamente decente. El había desperdiciado muchas oportunidades en pos de una fugaz diversión, o una noche apasionada. Nadie puede culparlo por eso. Pero mientras caminaba y veía a los otros, llenos de sus sueños, los culpaba y condenaba. Un señor de saco, que escondía mínimamente su ostentosa bata de médico, llamó su atención. Odiaba a aquel señor paseando de la mano con sus pequeñas hijas, seguramente llevándolas al jardín o algo por el estilo. Él lo estaba provocando al mostrarle cómo hubiera sido su vida en otra vida. Contuvo la bronca hasta que no pudo más:
- Dame todo lo que tenés, hijo de puta - dijo, mientas sacaba el cuchillo de su bolsillo.
- Tranquilo, te doy lo que quieras - dijo el médico mientras ponía a sus hijas a cubierto -, estoy con mis niñas, las llevo al jardín. Tomá lo que quieras pero no me hagas nada.
- Yo hago todo lo que quiero pelotudo, ¿ves? - tomó del brazo a una de sus hijas con su mano izquierda, con la derecha seguía apuntando con el cuchillo - . Vos me robaste todo guacho.
No recuerda el momento exacto en que asestó la puñalada, ni tampoco cuando asfixió a una de las niñas para callar sus gritos y lloriqueos. Hoy Mario sale al patio del correccional en su hora de recreación; mira el cielo despejado sintiendo la cálida mañana en su rostro, y proyecta una nueva vida.
"Hoy comenzaré a estudiar"
Hoy a sus treinta años ninguno de sus sueños se hizo realidad. Ni una hermosa casa, ni una preciosa mujer con regordetes niños; sólo una moto pudo comprarse, su único orgullo.
Por supuesto echaba las culpas de su infortunio a la situación económica del país y al gobierno de turno. Y en parte era cierto, ya que nunca en su casa había sobrado un centavo para ir al cine o a comer fuera. Ni siquiera para irse a algún lugar de vacaciones, como el resto de los muchachos. De nada valieron los esfuerzos de sus padres para que él termine sus estudios secundarios y pueda acceder a la anhelada universidad; de nada valieron los esfuerzos de sus profesores y de la escuela media número 16 para que no deserte en sus estudios. Cuando Mario a sus diecisiete años decidió dejar de estudiar para trabajar, en lo único que pensaba es en tener el dinero necesario para salir con sus amigos y divertirse, tener algo que los demás tenían como un derecho.
Esa mañana Mario recordó sus sueños sin poder distinguir en qué momento todo se había estropeado casi en forma irremediable. Recordó las palabras de su padre, "estudiá hijo mío, es lo único que te dará futuro, acá la comida nunca te faltará". Recordó - al mismo tiempo que tomaba el cuchillo y lo escondía en el bolsillo interno de su campera - cuan fútiles habían sido los momentos de diversión con los muchachos, desperdiciando noches enteras en el divague y el entretenimiento vacío de una botella de cerveza, o whisky, o vodka...ya no lo recordaba. Recordó, mientras salía a la calle, cómo esos mismos amigos vacíos y ahora distantes, lo habían traicionado al dejarlo sólo en su desdicha, al formar sus familias con preciosas mujeres e hijos regordetes, mientras él se pudría en un trabajo alienante y pasaba sus ratos de ocio soñando sueños imposibles. "Que país de mierda, un laburante no puede concretar sus proyecto. Se roban todo". Mientras recordaba caminaba. Mientras recordaba merodeaba y observaba a las gentes con sus autos, con sus casas, con sus hijos y sus perros. Merodeaba deseándoles lo peor. ¿Quién podría culparlo?, ¿acaso él había tenido las mismas oportunidades que el resto?. Ciertamente que sí, Mario no podía negarlo, nunca les sobró nada, pero tampoco habían faltado los insumos básicos y necesarios para la proyección de un devenir mínimamente decente. El había desperdiciado muchas oportunidades en pos de una fugaz diversión, o una noche apasionada. Nadie puede culparlo por eso. Pero mientras caminaba y veía a los otros, llenos de sus sueños, los culpaba y condenaba. Un señor de saco, que escondía mínimamente su ostentosa bata de médico, llamó su atención. Odiaba a aquel señor paseando de la mano con sus pequeñas hijas, seguramente llevándolas al jardín o algo por el estilo. Él lo estaba provocando al mostrarle cómo hubiera sido su vida en otra vida. Contuvo la bronca hasta que no pudo más:
- Dame todo lo que tenés, hijo de puta - dijo, mientas sacaba el cuchillo de su bolsillo.
- Tranquilo, te doy lo que quieras - dijo el médico mientras ponía a sus hijas a cubierto -, estoy con mis niñas, las llevo al jardín. Tomá lo que quieras pero no me hagas nada.
- Yo hago todo lo que quiero pelotudo, ¿ves? - tomó del brazo a una de sus hijas con su mano izquierda, con la derecha seguía apuntando con el cuchillo - . Vos me robaste todo guacho.
No recuerda el momento exacto en que asestó la puñalada, ni tampoco cuando asfixió a una de las niñas para callar sus gritos y lloriqueos. Hoy Mario sale al patio del correccional en su hora de recreación; mira el cielo despejado sintiendo la cálida mañana en su rostro, y proyecta una nueva vida.
"Hoy comenzaré a estudiar"
martes, 5 de julio de 2016
El payador del tren Belgrano
En el festejo de su quincuagésimo cumpleaños, Fernando contempló los logros de su vida. Su nacimiento tuvo lugar en el viejo barrio de Boulogne, allí donde la estación del ferrocarril Belgrano norte es el centro de la metrópolis. Su crianza fue humilde en demasía; muchas veces debió ayudar a sus padres a pedir limosna en la estación o recitó poemas por unas monedas. Allí descubrió su don de cantautor. Más bien era un payador urbano; recitaba los pormenores que trazaba la rutina, al compás de una guitarra de tres cuerdas que no afinaba ni una nota: el tren retrasado por una protesta gremial; el tren demorado por desperfectos técnicos; hasta cantaba las rutinas de venta que comerciantes ambulantes repetían hasta el cansancio. Muchas veces tuvo que discutir con otros de su oficio, sin duda menos talentosos, pero que ya habían pagado y con creces el derecho de piso en el ferrocarril Belgrano Norte. La más de las veces la indiferencia de los pasajeros atentó contra su oficio. Pero como de vez en cuando, sobre todo en el verano, la multitud ovacionaba su espectáculo, su talento casi innato resurgía aplastando de estupor a todo el público presente. Su payada más conocida - hasta quizá nunca olvidada - fue sobre el negro que tocaba el tambor sin recibir ningún aplauso. Había tanta rima, tanto deleite en la homofonía de las palabras, que ese día Fernando, el payador del tren Belgrano, acuño 20 pesos por vagón.
Un día el payador perdió su magia. Ya no podía recitar, ni siquiera entonar bien; ya no podía improvisar ante los hechos hasta ese momento motivantes, que se sucedían en un continuo a la vera del ferrocarril; ya no podía mirar al negro del tambor y esgrimir rimas burlonas, para el deleite de los pasajeros; su voz había perdido notoriedad y su alma se había apagado. Algunos viejos limosneros dicen que perdió la voz, presa del despertar puberil; otros dicen que sucumbió a la verguenza frente a la indiferencia de las miradas; otros - la mayoría - dicen que sentó cabeza y maduró; y hay otros a los que ni les importa el payador ni el negro del tambor. Lo cierto es que desde aquel día, el payador del tren Belgrano, colgó las rimas y la canción para siempre y se dedicó a pedir limosna.
Hoy, en su quincuagésimo cumpleaños, el payador venido a menos, reposa en algún banco de la estación Carapachay, mientras transeúntes distraídos lo miran sin mirarlo y continúan con su andar.
Un día el payador perdió su magia. Ya no podía recitar, ni siquiera entonar bien; ya no podía improvisar ante los hechos hasta ese momento motivantes, que se sucedían en un continuo a la vera del ferrocarril; ya no podía mirar al negro del tambor y esgrimir rimas burlonas, para el deleite de los pasajeros; su voz había perdido notoriedad y su alma se había apagado. Algunos viejos limosneros dicen que perdió la voz, presa del despertar puberil; otros dicen que sucumbió a la verguenza frente a la indiferencia de las miradas; otros - la mayoría - dicen que sentó cabeza y maduró; y hay otros a los que ni les importa el payador ni el negro del tambor. Lo cierto es que desde aquel día, el payador del tren Belgrano, colgó las rimas y la canción para siempre y se dedicó a pedir limosna.
Hoy, en su quincuagésimo cumpleaños, el payador venido a menos, reposa en algún banco de la estación Carapachay, mientras transeúntes distraídos lo miran sin mirarlo y continúan con su andar.
domingo, 3 de julio de 2016
Un domingo lluvioso
Todos los Domingos, sin excepciones, la idea del suicidio asomaba por su mente; una idea insidiosa cuya única finalidad era el escape de una vida caótica y sin sentido. Hacía ya mucho tiempo que su historia oscilaba entre Domingo y Domingo, anhelando los Lunes y el trabajo que ya se había convertido en el único motivo para levantarse y encarar las semanas.¿Qué circunstancias desafortunadas habían llevado a Gustavo a reducir su existencia a una espera? ¿Acaso algún hecho traumático era la causal de tal deterioro del deseo?. No existía tal cosa; Gustavo simplemente no anhelaba la vida. Desde que hace uso de razón que "las deidades no existen"; "somos en un tiempo continuo realizando actividades para darle sentido a nuestra vida"; "..humanos que danzan al compás de algún ritmo para significar su inútil existencia".
Cierto Domingo de lluvia, frente a la persistencia de las ideaciones suicidas emergió cierta insolente vitalidad. No pensó en quitarse la vida, ni en lo arbitrario de las palabras y costumbres; no pensó en la fugacidad de los momentos ni en su superioridad intelectual frente a los demás mortales; no pensó en la continuidad del tiempo, cierta idea de discontinuidad y alternancia comenzó a imponerse con fuerza; no pensó siquiera en su Dios que no lo mira y permanece indiferente frente a la inutilidad del ser. Esa mañana, por fin, logró comprender que justamente, por ser la vida un camino lento y doloroso hacia la muerte; por no disponer después de ella de un segundo tiempo de revancha, lo mejor sería realizar actividades, no con el fin de dar sentido a la existencia, sino que permitan la felicidad aunque sea fugazmente, incluso frívolamente. Desde esa mañana dejó de intentar el suicidio; dejó de pensar en la grandeza y transcendencia y bajó a desayunar con su hermosa familia...se puso a vivir.
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